CAPÍTULO ANTERIOR
Poco a poco recupero el sentido. Intento moverme, pero mis brazos y piernas están fuertemente amarrados. Cuando logró enfocar la visión, Afrodita está ante mí, erguida como la marmórea estatua de una imponente diosa de la guerra. Con su rostro perfecto y severo; observándome con mirada indiferente. En estos momentos para ella no soy absolutamente nada. Seguramente jamás lo he sido y jamás iba a llegar a serlo a pesar de mis delirios de grandeza. Jugué a ser Dios y la realidad me ha devuelto a mi puesto vitalicio de simple mortal. Duele darse de bruces con la realidad de saber que los sueños casi nunca se hacen realidad.
La miro suplicante, directamente a los ojos. Ella clava los suyos en los míos con una mirada helada y vacía de sentimientos que hace que un escalofrió recorra todo mí cuerpo. Unas casi inaudibles palabras se escapan de mis labios:
—Amor, siento mucho lo que te he estado haciendo…
Sin mediar palabra, ella me golpea el rostro con un puñetazo justo en mitad de la nariz. Duele. Noto como comienza a humedecerse la zona superior de la boca. El líquido sabe a sangre.
—Nunca debí haberte tratado de esa manera. Entiendo tu ira. Entiendo tu odio. Lo acepto. No volverá a ocurrir. Te demostraré que todo ha cambiado.
Afrodita golpea de nuevo sin decir nada. Duele aún más que antes. Involuntariamente comienzo a llorar. Las lágrimas se mezclan con la sangre, el sabor me recuerda al sabor de una lata de cerveza que lleva demasiado tiempo al fondo del frigorífico. Miro hacia abajo y veo como mis atuendo blanco va tiñéndose de color carmín. Hasta ahora, debido a la tensión, no había reparado en qué situación me encuentro. Estoy atado al asiento de una de las capsulas de evacuación. Afrodita pretende arrojarme al vacío igual que hice yo con el cadáver del indeseable polizón. Condenado a muerte con uno de los hipotéticos finales posibles: solo en mitad de la estrellas.
“¡Gilipollas! Promete lo que sea para que esa grandísima puta te deje libre y cuando lo haga no permitas que algo así vuelva a ocurrir.”
—¡Cállate! No… ¡Por favor! ¡No volveré a tocarte! ¡Lo juro! —Lloro desconsoladamente. Desesperado. Con solo mirarla, de alguna manera sé que mis lagrimas no lograrán doblegar la voluntad de Afrodita. Aun así, las suelto. Quizás en lo más profundo de mi cerebro una pequeña chispa de esperanza aún brilla tenue. Quizás ella posea algo de la humanidad que yo perdí en algún momento por el camino y mis sollozos hagan que sienta compasión. Quizás…
Comienza a golpearme una vez más. No una, ni dos. Me golpea con rabia; sin temer represalias. Se está desahogando. En su cara puedo leer la auténtica expresión del odio. La comprendo y sé que lo merezco; llevo toda la vida mereciéndolo. No puedo verlo, pero sé que todo a mi alrededor está salpicado de sangre. Espesa sangre que se desliza despacio, pintando el blanco impoluto del mobiliario que nos rodea. Blanco y rojo en un contraste que se repite constantemente en la naturaleza. Duelen los golpes.
En algún momento cesa de golpearme. Respira rápido y mantiene los puños fuertemente apretados.
—¡Hasta nunca hijo de puta! ¡Lo que más odio de toda esta mierda es que la criatura que se está desarrollando en mi vientre tenga tus putos genes! —Afrodita se aparta y aprieta el pulsador de cierre de puertas. Todo ha terminado; no en este instante exactamente, pero en un futuro inmediato será una inevitable realidad. Noto el temblor del motor de la capsula. Produce dolor en mis heridas. ¿Duele realmente? En un rato, sean unas horas o unos minutos, dejará de importar. No sentiré nunca nada más. Seré una simple mota de polvo más flotando en el universo. Seré nada, por lo que no habrá variado absolutamente nada mi condición.
Ahora que el fin es una realidad tangible, esa perspectiva no parece demasiado halagüeña. ¿Cuándo lo ha sido?
Siento la inercia encoger mis entrañas. Puedo ver a través del pequeño cristal circular de la capsula de salvamento un negro profundo salpicado de pequeñas y titilantes estrellas. ¿Cuántas de ellas estarán apagadas? Por lo que yo sé, todas ellas podrían estar en realidad muertas. Datos sin importancia, al igual que mi vida ha dejado de tenerla. El tiempo que me resta es un simple trámite en el peaje al infierno. Casi preferiría no tenerlo, cerrar los ojos y dejar que todo termine.
“¿Ves cómo siempre he tenido razón?” Al menos no me dirijo al olvido solo.