Esperanza – 02 – Calles mojadas

Que extraña resulta la sensación de pisar la calle nuevamente con cierta libertad. Estoy parado en mitad de la calzada de una gran avenida por la que antes circulaban al día miles de vehículos en todas direcciones sin ningún destino concreto. La llovizna cae sobre mí suavemente. Es de esa llovizna que parece insignificante, pero acaba calando hasta los huesos. Noto la ropa mojada y el agua empapando mi rostro. Había olvidado lo agradable de esa sensación. Supongo que en general, los que continuamos vivos hemos olvidado muchas cosas insignificantes que a la hora de la verdad, son las realmente importantes en esta puta época que nos ha tocado vivir; las que ayudan a tener la certeza de estar de alguna manera realmente vivo: un café sentado en la mesa de una cafetería mientras lees un diario gratuito; un litro de cerveza con los amigos en el césped de un parque; un paseo bajo el sol de la mañana entre los puestos de un concurrido y ruidoso mercadillo; hacerse una foto junto a un monumento cansado de hacerse fotos inútiles; los besos sobre una colina con la gris ciudad al fondo cubierta con una boina de polución… ¿Cuándo dejaron de importarnos estas invalorables nimiedades?
Camino lentamente por las calles mojadas. Disfruto de cada paso que estoy dando sobre el húmedo y resbaladizo asfalto. Existe a ras del suelo una finísima y casi inapreciable neblina que se aparta perezosamente a cada zancada que doy. Aprecio esta misteriosa neblina. Siempre me pareció que algunos elementos naturales desprenden un aura mágica irreal: La lluvia en el césped, la nieve cubriendo riscos, el granizo golpeando contra las lonas, los rayos de sol entre las hojas de los árboles, las auroras boreales serpenteando entre las estrellas, la niebla ocultando con su manto gris las calles mojadas… De alguna manera me siento como el primer hombre que pisa estas calles; como un valiente explorador descubriendo terreno virgen en tierras ignotas.
A veces, según voy avanzando, me parece sentir algún fugaz movimiento entre las sombras de alguna esquina o detrás de los cubos de basura. Miro hacia allí y no me parece distinguir nada inusual, aunque con la neblina podría perfectamente haber algo oculto; tal vez un gatillo buscándose la vida entre la basura o intentando cazar una de las ratas que se aventuran fuera del alcantarillado. También puede que se trate de uno de esos apestosos vagabundos enfermos que aún luchan por sobrevivir igual que los gatos callejeros. Instinto de supervivencia primario, como si eso sirviese de algo más que para prolongar la agonía.
“Qué más da esa escoria. Van a acabar muertos al igual que el resto del mundo.” Casi sin darme cuenta he llegado a mi destino. Ha comenzado a llover más fuerte y el agua resbala en cascadas por las paredes del enorme edificio gubernamental que se encuentra ante mí. Resulta realmente extraño que me llamaran precisamente ahora, con la situación que estamos viviendo, para la oferta de un puesto de trabajo confidencial al que postulé como candidato hace más de un año. Fue sin duda el proceso de selección más meticuloso e intrincado de cuantos he participado: pruebas de todo tipo, exámenes médicos, test psicológicos y físicos… “Ya te llamaremos” dijeron, y di por sentado que no lo harían. Nunca lo hacen. Y me equivoqué.