
Es tan doloroso despedirse para siempre de quienes quieres.
Saber que jamás volverás a ver sus rostros.
No escucharás sus voces, ni compartirás sus silencios.
Todo quedando relegado a una pequeña parcela de tu memoria que irá llenándose según pasen las estaciones de maleza y malas hierbas hasta que su significado sea una imagen distorsionada de lo que realmente fue.
Es tan difícil dar cada paso que te lleva a realizar está última llamada.
Te paras un segundo frente al teléfono.
Respiras profundamente.
Llega el momento de hacer lo que has venido a hacer.
Buscas y rebuscas unas monedas por tus bolsillos. No necesitas mucho saldo, será rápido y doloroso.
Descuelgas el auricular y compruebas que hay señal ya que estas viejas cabinas de teléfono en muchos casos ya ni funcionan.
El pitido plano te taladra la cabeza.
Hazlo.
Introduces las monedas en la ranura temblando. Te sobresaltas con el sonido del metal cayendo en el depósito vacío. Debe de hacer siglos que nadie utiliza este aparato. Posiblemente tú seas el último.
La pantalla digital llena de píxeles muertos muestra que puedes hacer la llamada.
Hazla.
Mecánicamente marcas los números y esperas que dé señal.
Un pitido.
Silencio.
Dos pitidos.
Si…
-¿Si? ¿Quién es?- Pregunta su voz al otro lado del teléfono. Esa misma voz con la que has compartido risas y lloros.
Te quedas paralizado. Sabes que serán las últimas palabras que pronuncies. Que algo se habrá roto para siempre cuando el sonido escape de tus labios.
Respiras profundamente. Te escucha. Sabe que estás ahí.
-Yo…- Los sonidos resisten a salir, pero sabes que lo vas a hacer. Lo has pensado tanto tiempo que ahora no puedes echarte atrás. -Lo… Siento.
Una lágrima se te escapa al decirlo.
-¿Porque…?- No dejas que termine la pregunta.
Pitido plano.
Lo hiciste.
¿Porque lo hiciste?